Los días como estos, brillantes y un poco fríos, son mis favoritos.
En otoño, especialmente, amo las mañanas -que ahora vuelvo a ver- mucho más que en cualquier otra estación (¿primavera tal vez?). Definitivamente (por ahora) elijo las estaciones intermedias. No es que no me guste el invierno o el verano, pero siento atracción por estos momentos de cambio. Ver cómo los árboles se desvisten de verde y se prueban el amarillo, sentir como el frío te obliga a ponerte una campera, pero arriba el cielo brilla. Es la promesa de lo que está por venir, pero que aún no llega. Después aparece el invierno y se estanca, duro, por un tiempo (es cierto, cada vez más breve). Con la primavera y el verano pasa lo mismo: por septiembre empiezo a sentir los primeros calores y sonrío. El sol comienza a pegar un poco más fuerte, anunciando lo que está por venir. Pero después el calor se estanca, el aire se vuelve inmóvil, y otra vez la monotonía de la estación adulta. El otoño y la primavera huelen a otra cosa. Creo que huelen a oportunidad, nos recuerdan que todo cambia.
Pero además no podríamos valorar los días de verano si no estuviera allí el otoño para recordarnos que el calor no es eterno. O la primavera para devolverlos la esperanza: el frío un buen día se va.
Para algunos el otoño es sinónimo de ocaso, de fin.
Para mí el otoño (el cambio, el ciclo de la naturaleza, de la vida) nos recuerda que hagamos los que hagamos, no podemos frenar el tiempo. Y eso no significa otra cosa que todo, siempre, está en movimiento.
En otoño me hallo mejor conmigo mismo.