miércoles, 4 de noviembre de 2009

Brooklyn y el poder de la mente



Como todos los días, me levanto solito pasadas las 7. No sé cómo es esto del reloj biológico, pero al mío, cuando estoy de viaje, se le da por la puntualidad y los madrugones. No olviden que hasta hace dos meses yo era una especie de murciélago que se dormía a las 4 o 5 de la mañana (qué lejos quedó Clarín!!!)
Mientras tanto, Ceci duerme acurrucada a su almohada en nuestra cama construida en las alturas (está dos metros arriba del piso, en una estructura de madera), lo que me facilita la tarea de moverme con relativa tranquilidad por el monoambiente sin despertarla.
Estamos exactamente en la mitad del viaje y ya empezamos a contar cuántos días nos quedan, horrible sensación que sólo se supera con el famoso "vivamos cada día, de a uno" o su amigo "sólo existe el presente". Patrañas! Es casi imposible no pensar en que esto se termina en algún momento y eso nos apena.
Nos alistamos para salir a caminar, desayunamos en un cafecito del Soho (hermoso barrio al que volveremos) y enfilamos para el downtown, el sur de la isla, donde estaban las torres y donde explotó Wall Street hace poquito nomás. Justo cuando arranca el centro financiero está la entrada al puente de Brooklyn, tal vez uno de los paseos más lindos. Cruzamos caminando por esa estructura imponente construida en milochosesentaypico, en su momento el puente colgante más largo del mundo. Hierro y roca la estructura, de madera el piso casi como un deck, es una obra maestra. Por abajo nuestro pasan los autos bien rápido y allá abajo muy abajo el East River. Instantáneamente se me pega aquél grito de los Beastie Boys que de adolescente cantaba desaforado: "Dont, stop, till Broookleeen!!!!".
La otra canción que cantamos es la que escuchamos a la mañana, esa de REM que dice "leaving New York never's easy", hermosa y melancólica. Ceci comentó que en el megarecital del viernes con REM todo hubiera sido aún más perfecto. Así estamos el resto del trayecto hasta que dejamos de cantarla. Es entonces cuando enciendo la cámara de fotos para filmar y me concentro en un corredor que viene hacia nosotros, lo sigo con la cámara, me clava la mirada y ahí noto que se parece muuuucho a Michael Stipe (cantante de REM). No lo creemos así que seguimos adelante.
El puente está todo sostenido por cables de acero y si uno se para puede sentir un pequeño balanceo (o tal vez fue el vértigo). La vista de Manhattan desde el puente es única, hipnotizadora, como casi todo acá. La ausencia de las torres se nota mucho, mucho y por un momento me olvido de todas las masacres que emprendieron los yanquis y me pregunto por qué Nueva York: con el Pentágono alcanzaba muchachos; tal vez la Casa Blanca... pero esta ciudad...
Me puse reflexivo, volvamos al relato.
Mil quinientos metros después, nos bajamos en Brooklyn. Acá son todos negros bien negros y latinos como los de las películas que te hablan en ese inglés a lo Al Pacino en Scarface. La diferencia se nota aún más un lunes (los fines de semana hay ferias y como está de moda viene la gente cool de Manhattan). Nos sentamos en el parque que mira hacia la ciudad como en el afiche de Manhattan, de Woody Allen. Hay que seguir, entonces disparamos todas las fotos que podemos (Ceci juega con unas gaviotas y reflexiona sobre el avistaje de aves) y recorremos algo de este barrio, uno de los cinco que conforman NY. Nos cuesta encontrarle el encanto, tal vez porque vamos primero a la zona comercial, bastante fea, llena de megatiendas de ropa. Tal vez nos sentimos un poco intimidados: acá todos hablan más fuerte y claramente somos visitantes. Al fin damos con el "ayuntamiento" (ja!, ahora puedo decir palabras como esa y como mantequiya de maní) y una viejita muy copada nos llena de mapas y datos en el centro de info turística. Entonces nos adentramos en Brooklyn Heights, un barrio dentro del barrio (Brooklyn tiene media docena de barrios) de los más lindos que vimos: casita de ladrillo a la vista con esas escaleras acompañadas por barandas de hierro negras, muchos árboles que gracias al otoño nos regalan una paleta que va del verde al marrón clarito y por sobre todas las cosas, mucha paz y silencio. Parece que viven muchos famosos por acá y no nos extraña. Llegamos al Promenade (como un gran gran balcón-costanera que da al East River, con la estatua de la Libertad y Manhattan de fondo) gracias a un viejito que juro era igual a Mickey, el entrenador de Rocky, que nos grita "Hey, you, young people! are you looking for the promenade!?" con un acento muy gracioso.
Las casas acá son impresionantes.
Emprendemos la vuelta (a esta altura ya caminamos unos 8 kilómetros, lo que no es nada comparado con los 42 de la maratón ahora que lo pienso). Estamos cansados así que nos reponemos con un café en Starbucks, que la verdad está muy bueno. Lo que sí no entiendo cómo carajo hacen para inventar tantas opciones para un simple café con leche: latte, moca, expresso, con crema, con chocolate, con frutilla, caliente, helado, con hielo, licuado, descafeinado, cremoso, doble, triple... aaahhh!!! sólo quiero un café con chele viejo!
Al mejor estilo norteamericano, caminamos con el vasito de plástico en la mano -acá todos van con un café, algo para comer o el celular en la mano- hasta encontrar la escalera al Brooklyn Bridge.
La vuelta con el atardecer es aún más bella. Se encienden las luces de los "skycrapers" y la magia es completa.
Ya de vuelta emprendemos la caminata hacia casa, entramos a algunas tiendas en el Soho y caemos rendidos en el piso del departamento. Una cerveza y a bajar las fotos, el ritual de cada día.
Después del descanso, salimos para nuestra primera experiencia en el lavadero de ropa. Para los que vieron Friends, recuerden el capítulo en que Ross y Rachel van juntos a lavar y ella, recién llegada a la gran ciudad, no entiende nada. Así no sentimos Ceci y yo. El lugar tiene unas 20 máquinas para lavar, otras tantas para secar, máquinas expendedoras de jabón, máquinas que te dan cambio para meter las 18 monedas de 25 que cuesta el lavado, carritos para llevar la ropa... máquinas por todos lados y ningún empleado. Es así, acá el Laundrymatic le hace honor a su nombre: no hay nadie para atenderte, sólo un local abierto las 24 horas con luces de neón (que acá abundan). Superada la prueba, no sin dificultades (entre otras cosas entró un mendigo en silla de ruedas a comer su cena, con un cóctel de olores que a Ceci le dio arcadas), salimos orgullosos como si acabáramos de rendir un examen de física cuántica.
Nos acostamos tarde después de cenar en lo que hasta ahora es nuestro restaurante favorito, el Dojo, cerquita de casa, en el Greenwich Village. Ya de entrada te traen dos vasos de agua con hielo y luego una ensalada, que acá va con todo muy a pesar del país de las hamburguesas. Y los platos son deliciosos. Creanme que acá es más barato salir a cenar que en Buenos Aires!
Y sí, cuadro por cuadro comprobamos que el corredor furtivo, era el frontman de REM. El poder de la mente, reflexionamos con Ceci, es asombroso.

5 comentarios:

Miss C.B. dijo...

Jijii... fue sin alevosía. Es que el espíritu de Carrie realmente se apoderó de mí!! Qué emoción ver esas escaleras y esa cuadra arbolada!!! No contaste del vestidito de seda que incluiste en ese tarjetazo! Con tanto mimo, cómo no me voy a sentir en un cuento de hadas?

Anónimo dijo...

basta hacker! basta de encontrar a cantantes por ny!!! romi

Agustina Martínez Alcorta dijo...

jaja, quiero ver esa foto!!! te lo tenés que encontrar a Tom otra vez y saludarlo!! muy buena crónica Pablito, me gustó la escena del lavadero, jaaa, podrían haber hecho como esa vieja publiciad de Philip Morris, mmmm...jajjaja! PD: saquen fotos del depto y la cama loca!!
besotesss

ceci a. dijo...

próximamente las fotos!!!

Pablo H. dijo...

es así Ro, viajo y me encuentro rockstars! es muy raro!
me gustó lo de la propaganda de PM Agus, lástima que de tan cansados parecíamos más bien en una de cafiasprirna, antes de tomarlas.